Historia y nacionalismo

«La historia nos enseña a evitar las ilusiones e invenciones; a dejar a un lado los ensueños, los cuentos, las panaceas, los milagros y los delirios; a ser realistas». Graham Swift.


Los nacionalismos pueden enmarcarse dentro de ese grupo de ideologías aparentemente dormidas pero que hoy, lamentablemente, comienzan de nuevo a despertar. Y no sólo hablamos de nacionalismos sin estado (como el catalán en la península Ibérica), sino de nacionalismos estatales, como el español, que como reacción a otros nacionalismos tiene cada vez más empuje cuando creíamos haberlo sedado casi por completo.

La paranoia nacionalista sólo entiende como elementos argumentativos loas a un glorioso pasado imaginario, un discurso profundamente emotivo y la sacralización de sus símbolos, agitados por doquier con el fin de crear (en un mundo que creíamos tendente a la mundialización) una perniciosa e inverosímil homogeneidad social.

Con el fin de sustentar esta ideología, se apela a un relato histórico que tiene mucho más de decimonónico que de académico e imparcial. La historia es fácilmente manipulable, y contra el relato mítico o religioso (o las ficciones noveladas que, salvo poquísimas excepciones, nos suelen brindar un fresco falto de credibilidad histórica), habría que reivindicar permanentemente una investigación «no arbitraria ni caprichosa», como señala Moradiellos, «verificable materialmente y no incomprobable; causalista e inmanente y no fruto del azar o de fuerzas inefables e insondables; racionalista y no ajena a toda lógica demostrativa; crítica (en cuanto que sujeta a criterio discriminador y revisable) y no dogmática (autosostenida en su propia formulación y sacralizada como inmutable)» (Las Caras de Clío. Una introducción a la Historia, Siglo XXI, 2009, p. 303).

Uno tiene varias vías de escape ante la asfixia, cada vez más irritante, del sentimentalismo nacionalista: reclamar, por ejemplo, el ultrajado cosmopolitismo (ejercicios sencillos como releer a los estoicos griegos o Sobre la paz perpetua, de Kant, constituyen sin duda un práctica sana a la hora de templar la conmoción patriotera), desterrando de una vez por todas la dañina soflama que habla de pueblos enfrentados y enemigos eternos.

La investigación seria del pasado histórico, decimos, hace bien en seguir caminando por senderos asépticos. Se trata, en definitiva, de evitar volver a lo que fueron las historias nacionales del siglo XIX: aquellas que, como explica Álvarez Junco, «versaban sobre los orígenes y avatares de "una comunidad permanente", la nación, cuya unidad y permanencia se pretendía demostrar precisamente gracias a ese relato. Con ese fin se elaboraba una saga colectiva a partir de unos padres fundadores y esmaltada con héroes y mártires, todos ellos defensores de aquella comunidad esencial, que acaban formando una parte crucial de esa cultura compartida que integraba a los individuos en los nuevos Estados-nación» (Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Taurus, 2017, pp. 196-197).

Si hay algo que le sobra a España en estos momentos es motivar un nuevo fervor nacionalista, no sólo porque un repunte de éste sería claramente contraproducente a la hora de querer frenar otras manías relacionadas con movimientos identitarios, sino porque su aclamación haría florecer los peores ánimos antieuropeos, así como sumergir en la peligrosa complacencia a un pueblo, el español, que no tiene precisamente mucho de lo que presumir, por su lamentable presente y por su fastidioso pasado (llegamos tarde a casi todo, y en particular, a la revolución moderna que hubiera desterrado del poder, o al menos apartado sustancialmente, a la Iglesia y la Corona, obstáculos mayúsculos que, entre otras cosas, hicieron lo imposible para evitar la aparición de algún Hume o Holbach español).

Por otro lado, alimentar sentimientos nacionales, discursos emotivos que en nada ayudan a la resolución racional de los problemas que azotan el país, o absurdas obsesiones xenófobas (por ejemplo, las cansinas e insultantes francofobia o anglofobia; ¡cuánto hay que admirar en Francia o Inglaterra! ¡Qué bien nos hubiera venido en España haber contado con un movimiento ilustrado como el que tuvieron en ambos países desde la segunda mitad del siglo XVII!); alimentar todo esto, en fin, encaminaría directamente a despertar viejos odios que en nada ayudarían a superar el periodo crítico en que se encuentra el continente; todo lo contrario, harían de Europa un nuevo campo de batalla engullido, además, por el apetito desmesurado de las superpotencias que anhelan una Europa débil y envuelta en problemas internos.

El relato histórico cumple un papel esencial a la hora de arrojar luz o envolver aún más en tinieblas los caminos presentes. Obsoleta y ridícula queda la forma de conocer el pasado que se inspira en un relato de base mítica deudora de una supuesta identidad nacional milenaria (azuzado, además, no por historiadores: Pío Moa o Esparza podrían ser claros ejemplos), buscando "enemigos" y dibujando comunidades ancestrales homogéneas que mantienen una esencia eterna a lo largo de los siglos. Ese tipo de historiar, de investigar, pretende alimentar un discurso nacionalista que en nada ayuda al conocimiento del pasado ni al entendimiento del presente.


«Todo nacionalismo», citamos de nuevo a Álvarez Junco, «e incluso toda acción colectiva de tipo movilizador, necesita delimitar a los componentes del grupo, marcar las líneas que lo separan de los elementos ajenos o foráneos. [...] Un grupo también necesita símbolos identificadores, o fronteras "de inclusión": lengua, forma de vestir, insignias, banderas, himnos, monumentos o lugares que representan la tradición nacional. [...] esos símbolos suelen hacer referencia a un pasado ideal mitificado, a una edad de oro en la que el ideal comunitario y fraternal se realizó en su plenitud, y al que de algún modo se pretende retornar con el proyecto político "identitario"» (Op. cit., pp. 189-190).

Por ello, desmontar mitos con el objetivo de frenar el sentimentalismo nacional de cualquier nación, en el fondo, no puede sino conllevar resultados positivos de cara a una integración mucho mayor de los pueblos europeos (y, por qué no, de acercamiento entre todos los pueblos del planeta), además de a un conocimiento mucho más desapasionado y abierto del pasado humano, que al fin y al cabo, es conjunto y no entiende de fronteras. En esta tarea, el buen hacer de los historiadores resulta imprescindible; alegatos emotivos alardeando de héroes o gestas nacionales parece hoy cosa del pasado, y a ninguna bandera se debiera entregar el oficio de historiador, como lo hacía la "historia nacional" del siglo XIX, sino a una entrega incondicional por conocer, asépticamente, lo que sucedió en el pasado, sus causas y consecuencias, para comprender el presente y evitar que desastres remotos (y no tan remotos) vuelvan a repetirse.





Comentarios

  1. Un post super interesante. Creo que lo que está pasando con el nacionalismo es una paranoia y me interesa conocer a fondo toda la tergiversación que han hecho de nuestra historia para justificar sus anhelos de llegar a ser una nación distinta de España. Un post muy bien traído con la que está cayendo. Cuando tenga más tiempo para leer me pasaré por vuestra acogedora librería para buscar libros sobre los orígenes del nacionalismo catalán. Congratulations por el post. Rosa.

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  2. Vivimos en un mundo capitalista y globalizado y los nacionalismos son los coletazos de planteamientos pseudo fascistas excluyentes. Resulta difícil entender un nacionalismo socialista que tenga como argumentación la independencia como una mejora económica.

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    1. Totalmente de acuerdo. La izquierda siempre ha hecho del internacionalismo un principio básico.

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