La rebelión de Pelayo: una visión crítica
Hace unos años parecía superada ya una historiografía donde
la narración de acontecimientos pasados se redactaba de forma triunfalista. Por
fin, las magnificadas «gestas» o «glorias» se contemplaban con ojos críticos, y
la desmitificación de sucesos supuestamente grandiosos ayudaba a rebajar los
ánimos nacionalistas que tan mal han hecho, y siguen haciendo, al conjunto
europeo (una mirada seria y lo más abarcadora posible del pasado debiera
conducir a cualquier persona, inevitablemente, y para bien, a atenuar pulsiones
patrioteras que no llevan más que a un cómodo conformismo con el presente
derivado de una vulgar satisfacción por un pasado idealizado).
Sin embargo, parece que retorna a la palestra un relato
histórico (mejor diríamos seudohistórico)
contagiado por las más diversas militancias de turno, y en particular, causas
donde sólo importan supuestas identidades milenarias construidas mediante una
lectura del pasado que simplifica al máximo los actores que intervinieron en
determinados acontecimientos. Al final, bajo este prisma en realidad carente de
credibilidad y sumamente simplista, sólo cabría concebir la historia como un
enfrentamiento entre buenos (nosotros)
y malos (los otros) perfectamente
definidos. Y así, la narración histórica se acomoda a un único punto de vista,
a una única posibilidad, a un paradigma totalizador; arrinconado el estudio
desapasionado, sólo cabe la posibilidad de que las conclusiones del relato
histórico (debidamente manipuladas) sirvan como trampolín a gentes de todo tipo (que en numerosísimos casos ni siquiera son historiadores, como el reciente caso de Iván Vélez fichando por un partido de extrema derecha) que se aprovechan para ganar adeptos a sus causas propias.
La historia de España cuenta con numerosísimos ejemplos de
cómo periodos enteros o sucesos puntuales pueden deformarse hasta el extremo de
parecer irreconocibles por cualquier observador imparcial. Entre los episodios históricos
más queridos por quienes se consideran deudores de una historiografía
nacional-católica, cuyos ecos, sorprendentemente, aún se dejan notar (A. GARCÍA
SANJUÁN: 2016), estarían los orígenes de la mal llamada reconquista española. Creemos que, mediante un trabajo serio y riguroso,
ajeno a tendencias triunfalistas con objetivos marcadamente partidistas, podría
demostrarse (como ya lo han hecho numerosos historiadores suficientemente
acreditados) que ni Pelayo inició reconquista
alguna ni, mucho menos, su rebelión fue tan importante y sonada como siempre se
ha pretendido.
En la recién publicada Historia
mundial de España (X. M. NÚÑEZ SEIXAS: 2018), y en la que colaboran un gran
número de especialistas, José M. Andrade escribe (p. 107): «A los siete siglos
de presencia romana, jamás vista como ajena, le siguen las ocho centurias de
presencia andalusí, que debieran ser contempladas como igualmente propias».
Efectivamente, el problema de una parte de la historiografía española reside en
que, hasta apenas hace unas décadas, no ha sabido desligarse de un poso
ideológico fundado en la creencia de una esencia
o identidad nacional española que
perviviría a lo largo de los tiempos y que, en ocasiones, sufriría la
contaminación de influencias foráneas que nada aportarían al relato y ser
nacional de España. Uno de estos paréntesis
habría sido la presencia musulmana en la península Ibérica desde el año 711 y
hasta la toma de Granada por Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en 1492.
Sin embargo, a pesar de las críticas razonadas que han echado por tierra esta
historiografía «en clave apocalíptica», como indica de nuevo Andrade, y a pesar
también de que la presencia islámica haya dejado de ser contemplada «como una
catástrofe y un hiato en la historia de España», lo cierto es que, de nuevo, y
cada vez de forma más notoria, asistimos a un relato nacionalista cuya única
razón de ser estriba en apuntalar fines partidistas de corte xenófobo, cuando
no declaradamente racistas.
En el caso que nos ocupa, un ancho abismo separa las
intenciones del Pelayo mítico y del Pelayo histórico. Veamos qué fue en
realidad Covadonga y cómo se inició el relato neogoticista por parte de los reyes asturianos, relato que sentó
las bases de un concepto más que cuestionable como es el propio concepto de reconquista.
*
El relato de ocupación territorial por parte de un ejército
formado por árabes y bereberes en el 711 parece más o menos bien definido desde
los últimos años. Pero antes de sintetizarlo y centrar nuestra atención en la
rebelión pelagiana, echemos un breve vistazo a las fuentes escritas (en
próximos artículos nos detendremos en otro tipo de fuentes igualmente
importantes, como las numismáticas, epigráficas, arqueológicas, etc.)
Para empezar, de entre las fuentes latinas peninsulares más cercanas a los hechos, sólo la Continuatio isidoriana hispana o Crónica de 754 proporciona un relato
mayormente amplio de lo que pudo ocurrir en 711 (aún siendo un documento
inserto en una visión providencialista y catastrofista, ya que su autor,
anónimo clérigo mozárabe afincado en la Córdoba musulmana, dibuja una visión
maniquea entre bárbaros,
conquistadores, y civilizados,
conquistados, donde se enfatiza una de las nociones clave que habrá de ser
retomada en el resto de la Edad Media peninsular: Spanie ruinas, la ruina de España). En lo que respecta a la
rebelión pelagiana, la Crónica de 754
silencia por completo Covadonga. ¿Cómo interpretar esto último? En principio,
ello no debiera significar la inexistencia de aquellos actores enriscados en
las faldas de los Picos de Europa; simplemente, parece colegirse que Covadonga
no tuvo la dimensión ni repercusión que siempre se ha creído, al menos entre el
poder naciente de los círculos cordobeses (desde donde escribe el anónimo
cronista), siendo más bien una simple «escaramuza», como resalta A. Isla Frez,
«una serie de pequeños encuentros en que los astures emboscan y vencen a un
ejército superior en número» (X. M. NÚÑEZ SEIXAS: 2018, 119).
Otras crónicas latinas peninsulares, como la Continuatio bizantina-arábica y el himno
litúrgico Tempore belli, apenas
ofrecen información suficiente para relatar pormenorizadamente la llegada de
los conquistadores, silenciando por completo el episodio pelagiano. Más de lo
mismo ocurre con las fuentes latinas
extrapeninsulares (como la carta de San Bonifacio al rey Ethelbaldo de
Mercia o la Historia langobardorum de
Pablo Diácono).
Finalmente, tenemos que acudir a las fuentes árabes, hasta tiempos recientes no lo suficientemente
valoradas y que, sin embargo, aportan suficientes datos para conocer los hechos
de 711 y formulaciones interesantes en lo que respecta a la rebelión de Pelayo.
Los testimonios árabes, más tardíos, adquieren su inspiración en informaciones
que se remontan a fuentes escritas u orales del siglo VIII. Nos topamos, así,
con dos tradiciones cuya transmisión textual procede, por un lado, de al-Rāzī
(a quien hacen referencia la crónicas anónimas Ajbār maŷmūʽa y Fatḥ
al-Andalus, así como Ibn Ḥayyān), y por otro, de Abū-l-Walīd ibn Hišām
al-Azdī (cuya obra Bahŷat al nafs es
citada por Ibn ʽIḏārī). Las tradiciones árabes, bastante similares, vienen a
narrar un enfrentamiento en la zona montañosa de Ŷillīqiya (el noroeste de la
península Ibérica) donde se refugiaron Pelayo y los suyos. Restando importancia
al acontecimiento, los conquistadores abandonaron el lugar (estas fuentes no
citan en ningún momento Covadonga) dando por hecho lo inofensivo de su
rebelión. Un aspecto importante en estos testimonios árabes reside en la
vinculación que se establece entre Pelayo y la resistencia cristiana; Ibn Ḥayyān
escribe que «nadie ignora la importancia que, después de aquello [Covadonga],
llegaron a alcanzar por su poder, su número y sus conquistas» (A. GARCÍA
SANJUÁN: 2013, 413). Como veremos a continuación con el relato establecido por
las crónicas asturianas, algunos autores han señalado la posible influencia en
las fuentes árabes de las crónicas cristianas y su ideología restauradora a partir de finales del
siglo IX, sobre todo cuando el citado autor de Bahŷat al nafs indica que su información proviene de fuentes no
árabes (kutub al-ʽaŷam).
Comentemos ahora la información que proporcionan las crónicas asturianas, aquellas que más
se extienden en la rebelión pelagiana. La más antigua de ellas vendría a ser la
Crónica Albeldense, redactada en su
versión original hacia el año 881. La segunda, y algunos años más tardía, es
conocida como Crónica de Alfonso III,
compuesta en el entorno del monarca asturiano como tarde en los primeros años
del siglo X. Con desarrollos separados del original, ésta última crónica consta
de dos versiones procedentes de tradiciones manuscritas bastante diferentes: la
versión Rotense (o "B") y
más antigua, y la versión ad Sebastianum
(o "A"), retocada con posterioridad y cuyo prefacio adopta forma de
carta dirigida a un tal Sebastián. Como indica R. Collins, y esto es algo
decisivo a la hora de interpretar estos textos, la perspectiva de las crónicas
asturianas «es la de su propio tiempo, y nos dice más sobre las percepciones
del siglo IX que sobre las realidades del VIII» (1991, 129).
Inicio de la versión Rotense de la Crónica de Alfonso III.
h. 900 (178r - RAH)
|
*
Hecho brevemente el repaso a las fuentes literarias, narremos
ahora los inicios de la conquista musulmana hasta la rebelión de Pelayo en
Asturias. De entrada, puede afirmarse que el reino visigodo se encontraba en
situación de guerra civil tras la muerte del rey Witiza en el 710: un tal
Rodrigo (gobernador de la provincia Bética según crónicas latinas y árabes)
habría usurpado el trono desplazando a los hijos del difunto monarca.
Solicitando la ayuda del gobernador árabe del norte de África, Mūsà ibn Nuṣayr,
los hijos de Witiza introdujeron un agente nuevo en el conflicto peninsular que
habría de trastornar aún más la situación ya de por sí confusa que atravesaba
el reino visigodo. Más allá de aspectos legendarios de sobra conocidos (como la
muy improbable traición de un conde ceutí llamado Julián), el gobernador árabe
habría enviado en apoyo de los hijos de Witiza a un jefe bereber llamado Ṭāriq
ibn Ziyād, que, a finales del 711, venció a Rodrigo en la batalla de Guadalete
(Traductinis promontorios, según la Crónica de 754), localización aún muy
discutida que podría hacer referencia a una serie de enfrentamientos en torno a
la zona de la bahía de Algeciras (al-Ŷazīra al-Jaḍraʼ, la Isla Verde, según
indican las fuentes árabes); en cualquier caso, el encontronazo no habría
bastado por sí mismo para acabar por completo con el reino visigodo (J. ARCE:
2017, 289). Las columnas provenientes de África habrían penetrado en la
península Ibérica haciendo uso de las calzadas romanas y adueñándose, en primer
lugar, de las urbes principales donde residían los obispos y en quienes recaía
la organización administrativa del reino visigodo (precisamente de la
colaboración entre obispos y conquistadores emergerían numerosos acuerdos para
facilitar el control de las ciudades). Las zonas rurales y espacios de acceso
complicado sirvieron de refugio a determinadas aristocracias que pudieron, por
ello mismo, protagonizar una resistencia más efectiva aunque dispersa. Pelayo
habría sido uno de estos nobles (más bien caudillo local, y no aristócrata
visigodo) que, por casusas exactas no conocidas, chocó con la progresiva
institucionalización del nuevo orden árabe en la península Ibérica.
Itinerarios aproximados seguidos por los contingentes árabes y bereberes que liquidaron el reino visigodo desde 711. |
Un aspecto fundamental a la hora de entender la conquista musulmana de la península Ibérica atañe a la forma en que se materializó el dominio por parte de los recién llegados. En ocasiones los indígenas pactaron con los conquistadores, otras veces resistían por motivos diversos. Constatado sin apenas dudas el hecho de conquista violenta (la captura de botín, uno de los motivos principales de los conquistadores, no puede ir ligada nunca a un término contradictorio en sí como el de conquista pacífica), sin embargo, los musulmanes favorecieron no pocas veces los acuerdos con los vencidos, algo que les permitiría avanzar con mayor celeridad en el sometimiento del territorio. Estos pactos o capitulaciones (ṣulḥ o ʽahd) conformaron los cimientos de la ḏimma, marco legal por el cual los musulmanes otorgaban protección a los no musulmanes (nunca, en cualquier caso, bajo términos de igualdad jurídica). En base a una conocida aleya coránica (9;29) los musulmanes debían combatir a quienes se les opusiera «hasta que, humillados, paguen el tributo directamente», es decir, la ŷizya, un impuesto de capitación por el que cristianos y judíos mantendrían ciertas tradiciones, conservando sus bienes y religión. El caso más conocido de este tipo de acuerdos es el de Teodomiro (Tudmīr), conde visigodo de Murcia que, tras una resistencia inicial se avino a pactar con los conquistadores en el año 713 conservando su autoridad en el territorio a cambio de pagar tributos en moneda y especie, y de no atentar en contra de los musulmanes (A. GARCÍA SANJUÁN: 2013, 407).
Llegados este punto,
¿dónde quedaría la actuación de Pelayo en toda esta crisis que liquidó el reino
visigodo? Por un lado, las crónicas asturianas resaltan por lo contradictorio
de sus versiones: ad Sebastianum narra
la huida de algunos nobles visigodos al norte de la península tras la derrota
del rey Rodrigo; entre ellos estaría Pelayo, a quien la crónica menciona como
hijo del duque Favila, y que según la versión Rotense sería en realidad espatario de Witiza y Rodrigo. Por otro
lado, la Crónica de Alfonso III presenta
a Pelayo directamente en territorio asturiano tras su expulsión de Toledo por
el rey Witiza. Parece más verídico que Pelayo se encontrara ya en Asturias
cuando se inició la conquista de la península por parte de los ejércitos árabes
y bereberes. De ahí que no resultara extraño su intento de alcanzar algún tipo
de acuerdo con Munuza, gobernante árabe (prepositus
caldeorum) a cuyo cargo quedó la guarnición establecida en Gijón.
Si Pelayo fue el responsable de su entorno inmediato, un
caudillo local que velaba por el interés de su territorio y de sus gentes, su
situación podría contemplarse perfectamente a la luz de lo que estaba
ocurriendo en otros lugares de la península, donde, como hemos señalado,
algunos aristócratas visigodos llegaban a acuerdos con los recién llegados a
cambio de conservar su control territorial. Aún siendo esto así, desconocemos
las causas que finalmente llevarían a la rebelión contra Munuza. Sólo la
versión Rotense explica lo que pudo
ocurrir: el gobernador árabe se habría enamorado de la hermana de Pelayo, por
lo que Munuza habría decidido alejar al caudillo del lugar, enviándolo a Córdoba
«con el pretexto de una comisión». La ausencia de Pelayo favoreció la unión
entre Munuza y su hermana, lo que provocaría la ira del caudillo en su regreso
al norte. Este episodio, sin duda, parece construido sobre evidentes tintes novelescos,
por lo que quizá sería más sensato recurrir a la influencia de aspectos
relacionados con determinados acuerdos firmados con antelación: condiciones de
sometimiento, pagos de tributo, concesiones, etc., que finalmente erosionaran un
probable intento de pacto entre Pelayo y Munuza. Sea lo que fuera, y ante la
posible orden de captura de Pelayo, éste se habría visto obligado a refugiarse
en las montañas del interior, auténtico laberinto de valles y desfiladeros muy propicio
para cualquier tipo de resistencia prolongada.
A partir de aquí, crónicas latinas y árabes parecen
coincidir en lo esencial. Narra la versión Rotense
que, tras una asamblea popular en la comarca, los seguidores de Pelayo le
eligieron cabecilla de la rebelión contra los conquistadores. La expedición de
castigo contra Pelayo fue comandada por un tal Alkama. Las crónicas asturianas describen
el lugar donde se dio el enfrentamiento entre Pelayo y Alkama como la coba dominica, según la versión Rotense, o coua Sancte Marie, según la versión ad Sebastianum. Ambas sitúan el refugio pelagiano in monte Aseuua, desde donde harían
frente a las fuerzas de Alkama. ¿Pero en qué fecha? Ambas crónicas concuerdan
en que la muerte de Pelayo aconteció en el 737; si tenemos en cuenta que su
reinado duró, según la versión Rotense,
diecinueve años, la victoria en Covadonga (que habría supuesto el inicio de su
reinado) debería situarse en el 718, cuatro años antes de la fecha tradicional
propuesta por C. Sánchez Albornoz.
*
Para magnificar la rebelión pelagiana, las crónicas asturianas
se apoyaron en evidentes referencias a los textos bíblicos y de la Antigüedad
clásica. Además de su acentuado providencialismo o el empleo de términos
veterotestamentarios para referirse a los musulmanes (como el de caldeos), se introducen datos como el de
la imposible cifra de más de ciento ochenta mil musulmanes atacando la coba dominica, cifra que, como indica A.
García Sanjuán, «está tomada de forma casi literal del pasaje del Antiguo
Testamento en el que se narra el ataque sobre Jerusalén del rey asirio
Senaquerib» (2013, 410). De igual manera, en las posteriores crónicas
medievales el enfrentamiento de Pelayo con los conquistadores seguirá siendo
exagerado hasta puntos inimaginables: hechos maravillosos e intervención de la
divinidad constituirán algunas de las invenciones sobre los que la
historiografía medieval construirá su relato magnificando la escaramuza. Claro
está que el propósito perseguido por los cronistas posteriores resulta
evidente: se trata de reforzar, como dice Amancio Isla, «la enormidad de la
victoria» (X. M. NUÑEZ SEIXAS: 2018, 119).
Por otra parte, estas crónicas asturianas despliegan un contenido
ideológico que, desde la realidad histórica de comienzos del siglo X, reinando
Alfonso III, pretende relacionar la rebelión de Pelayo con un proyecto político
que busca restaurar el ordo gothorum.
Este neogoticismo del monarca
asturiano (influido por los hispanos venidos del sur peninsular y con
precedentes en la corte de Alfonso II) nada tendría que ver con las intenciones
de Pelayo y sus seguidores, quienes, de ningún modo dieron arranque a un
proyecto colectivo y centenario por el cual se pretendía, desde aquel mismo año
de 718, reconquistar la península
Ibérica en su totalidad para restituir el orden visigodo. La versión ad Sebastianum manipula adrede las
intenciones del caudillo asturiano, y retrospectivamente, trata de legitimar el
nacimiento de una monarquía entroncada directamente con los visigodos (por el
contrario, a esta restitución monárquica sí aspiraron en plena refriega otros
nobles como Agila o Ardo: el primero llegó a acuñar moneda proclamándose rey, y
su reinado, según un latérculo escrito en el 828 en el noreste peninsular,
abarcó entre los años 710 y 713; Ardo, por su parte, reinaría otros siete años
más después de Agila). Como indican J. Álvarez Junco y G. De la Fuente (2017:
16 ss), en una «idealización de la situación política anterior al 711» el «mito
goticista» y la «protección providencial» serían los ejes articuladores en la
legitimación política del reino asturiano.
En relación con todo ello, Eduardo Manzano confirma que carecería
de sentido «buscar en el periodo posterior a la conquista supuestas inmanencias
culturales o, peor aún, raciales, que demostrarían la continuidad de una eterna nación española, como durante mucho
tiempo ha venido pretendiendo la historiografía más reaccionaria de nuestro
país» (2006, 129). Y ya para finalizar, Roger Collins, por su parte, asegura
que nada indica que Pelayo o «cualquiera de su sucesores inmediatos se
considerasen como los reanimadores del reino visigodo de Hispania, o siquiera
que estuviesen iniciando un proceso que debía conducir a ello. Los objetivos
reales de Pelayo son totalmente oscuros para nosotros. La Crónica de Albelda habla del nacimiento del reino de Asturias y ve
eso como resultado de la victoria sobre "Alkama", pero esta es una
visión retrospectiva. Esto es lo que ocurrió en la perspectiva de un siglo más
tarde, no lo que los participantes querían lograr» (1991, 133; 2013, 122-123).
*
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vol. 2, dir. FONTANA, J., Y VILLARES, R.
—NÚÑEZ SEIXAS, X. M.
coord. (2018) Historia mundial de España.
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