La rebelión de Pelayo: una visión crítica

Coba dominica, en el Monte Auseva, donde fuentes latinas y árabes sitúan
el escenario de enfrentamiento entre Pelayo y las fuerzas de Alkama, muy
probablemente en el año 718.
La magnificación posterior de la escaramuza (convertida en grandiosa batalla
con intervención divina), tuvo como propósito reforzar el proyecto ideológico
que buscaba establecer un vínculo de continuidad entre el orden visigodo y
la nueva monarquía asturiana iniciada con Pelayo.
Hace unos años parecía superada ya una historiografía donde la narración de acontecimientos pasados se redactaba de forma triunfalista. Por fin, las magnificadas «gestas» o «glorias» se contemplaban con ojos críticos, y la desmitificación de sucesos supuestamente grandiosos ayudaba a rebajar los ánimos nacionalistas que tan mal han hecho, y siguen haciendo, al conjunto europeo (una mirada seria y lo más abarcadora posible del pasado debiera conducir a cualquier persona, inevitablemente, y para bien, a atenuar pulsiones patrioteras que no llevan más que a un cómodo conformismo con el presente derivado de una vulgar satisfacción por un pasado idealizado).

Sin embargo, parece que retorna a la palestra un relato histórico (mejor diríamos seudohistórico) contagiado por las más diversas militancias de turno, y en particular, causas donde sólo importan supuestas identidades milenarias construidas mediante una lectura del pasado que simplifica al máximo los actores que intervinieron en determinados acontecimientos. Al final, bajo este prisma en realidad carente de credibilidad y sumamente simplista, sólo cabría concebir la historia como un enfrentamiento entre buenos (nosotros) y malos (los otros) perfectamente definidos. Y así, la narración histórica se acomoda a un único punto de vista, a una única posibilidad, a un paradigma totalizador; arrinconado el estudio desapasionado, sólo cabe la posibilidad de que las conclusiones del relato histórico (debidamente manipuladas) sirvan como trampolín a gentes de todo tipo (que en numerosísimos casos ni siquiera son historiadores, como el reciente caso de Iván Vélez fichando por un partido de extrema derecha) que se aprovechan para ganar adeptos a sus causas propias.

La historia de España cuenta con numerosísimos ejemplos de cómo periodos enteros o sucesos puntuales pueden deformarse hasta el extremo de parecer irreconocibles por cualquier observador imparcial. Entre los episodios históricos más queridos por quienes se consideran deudores de una historiografía nacional-católica, cuyos ecos, sorprendentemente, aún se dejan notar (A. GARCÍA SANJUÁN: 2016), estarían los orígenes de la mal llamada reconquista española. Creemos que, mediante un trabajo serio y riguroso, ajeno a tendencias triunfalistas con objetivos marcadamente partidistas, podría demostrarse (como ya lo han hecho numerosos historiadores suficientemente acreditados) que ni Pelayo inició reconquista alguna ni, mucho menos, su rebelión fue tan importante y sonada como siempre se ha pretendido.

En la recién publicada Historia mundial de España (X. M. NÚÑEZ SEIXAS: 2018), y en la que colaboran un gran número de especialistas, José M. Andrade escribe (p. 107): «A los siete siglos de presencia romana, jamás vista como ajena, le siguen las ocho centurias de presencia andalusí, que debieran ser contempladas como igualmente propias». Efectivamente, el problema de una parte de la historiografía española reside en que, hasta apenas hace unas décadas, no ha sabido desligarse de un poso ideológico fundado en la creencia de una esencia o identidad nacional española que perviviría a lo largo de los tiempos y que, en ocasiones, sufriría la contaminación de influencias foráneas que nada aportarían al relato y ser nacional de España. Uno de estos paréntesis habría sido la presencia musulmana en la península Ibérica desde el año 711 y hasta la toma de Granada por Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en 1492. Sin embargo, a pesar de las críticas razonadas que han echado por tierra esta historiografía «en clave apocalíptica», como indica de nuevo Andrade, y a pesar también de que la presencia islámica haya dejado de ser contemplada «como una catástrofe y un hiato en la historia de España», lo cierto es que, de nuevo, y cada vez de forma más notoria, asistimos a un relato nacionalista cuya única razón de ser estriba en apuntalar fines partidistas de corte xenófobo, cuando no declaradamente racistas.

En el caso que nos ocupa, un ancho abismo separa las intenciones del Pelayo mítico y del Pelayo histórico. Veamos qué fue en realidad Covadonga y cómo se inició el relato neogoticista por parte de los reyes asturianos, relato que sentó las bases de un concepto más que cuestionable como es el propio concepto de reconquista.

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El relato de ocupación territorial por parte de un ejército formado por árabes y bereberes en el 711 parece más o menos bien definido desde los últimos años. Pero antes de sintetizarlo y centrar nuestra atención en la rebelión pelagiana, echemos un breve vistazo a las fuentes escritas (en próximos artículos nos detendremos en otro tipo de fuentes igualmente importantes, como las numismáticas, epigráficas, arqueológicas, etc.)

Para empezar, de entre las fuentes latinas peninsulares más cercanas a los hechos, sólo la Continuatio isidoriana hispana o Crónica de 754 proporciona un relato mayormente amplio de lo que pudo ocurrir en 711 (aún siendo un documento inserto en una visión providencialista y catastrofista, ya que su autor, anónimo clérigo mozárabe afincado en la Córdoba musulmana, dibuja una visión maniquea entre bárbaros, conquistadores, y civilizados, conquistados, donde se enfatiza una de las nociones clave que habrá de ser retomada en el resto de la Edad Media peninsular: Spanie ruinas, la ruina de España). En lo que respecta a la rebelión pelagiana, la Crónica de 754 silencia por completo Covadonga. ¿Cómo interpretar esto último? En principio, ello no debiera significar la inexistencia de aquellos actores enriscados en las faldas de los Picos de Europa; simplemente, parece colegirse que Covadonga no tuvo la dimensión ni repercusión que siempre se ha creído, al menos entre el poder naciente de los círculos cordobeses (desde donde escribe el anónimo cronista), siendo más bien una simple «escaramuza», como resalta A. Isla Frez, «una serie de pequeños encuentros en que los astures emboscan y vencen a un ejército superior en número» (X. M. NÚÑEZ SEIXAS: 2018, 119).

Otras crónicas latinas peninsulares, como la Continuatio bizantina-arábica y el himno litúrgico Tempore belli, apenas ofrecen información suficiente para relatar pormenorizadamente la llegada de los conquistadores, silenciando por completo el episodio pelagiano. Más de lo mismo ocurre con las fuentes latinas extrapeninsulares (como la carta de San Bonifacio al rey Ethelbaldo de Mercia o la Historia langobardorum de Pablo Diácono).

Finalmente, tenemos que acudir a las fuentes árabes, hasta tiempos recientes no lo suficientemente valoradas y que, sin embargo, aportan suficientes datos para conocer los hechos de 711 y formulaciones interesantes en lo que respecta a la rebelión de Pelayo. Los testimonios árabes, más tardíos, adquieren su inspiración en informaciones que se remontan a fuentes escritas u orales del siglo VIII. Nos topamos, así, con dos tradiciones cuya transmisión textual procede, por un lado, de al-Rāzī (a quien hacen referencia la crónicas anónimas Ajbār maŷmūʽa y Fatḥ al-Andalus, así como Ibn Ḥayyān), y por otro, de Abū-l-Walīd ibn Hišām al-Azdī (cuya obra Bahŷat al nafs es citada por Ibn ʽIḏārī). Las tradiciones árabes, bastante similares, vienen a narrar un enfrentamiento en la zona montañosa de Ŷillīqiya (el noroeste de la península Ibérica) donde se refugiaron Pelayo y los suyos. Restando importancia al acontecimiento, los conquistadores abandonaron el lugar (estas fuentes no citan en ningún momento Covadonga) dando por hecho lo inofensivo de su rebelión. Un aspecto importante en estos testimonios árabes reside en la vinculación que se establece entre Pelayo y la resistencia cristiana; Ibn Ḥayyān escribe que «nadie ignora la importancia que, después de aquello [Covadonga], llegaron a alcanzar por su poder, su número y sus conquistas» (A. GARCÍA SANJUÁN: 2013, 413). Como veremos a continuación con el relato establecido por las crónicas asturianas, algunos autores han señalado la posible influencia en las fuentes árabes de las crónicas cristianas y su ideología restauradora a partir de finales del siglo IX, sobre todo cuando el citado autor de Bahŷat al nafs indica que su información proviene de fuentes no árabes (kutub al-ʽaŷam).

Comentemos ahora la información que proporcionan las crónicas asturianas, aquellas que más se extienden en la rebelión pelagiana. La más antigua de ellas vendría a ser la Crónica Albeldense, redactada en su versión original hacia el año 881. La segunda, y algunos años más tardía, es conocida como Crónica de Alfonso III, compuesta en el entorno del monarca asturiano como tarde en los primeros años del siglo X. Con desarrollos separados del original, ésta última crónica consta de dos versiones procedentes de tradiciones manuscritas bastante diferentes: la versión Rotense (o "B") y más antigua, y la versión ad Sebastianum (o "A"), retocada con posterioridad y cuyo prefacio adopta forma de carta dirigida a un tal Sebastián. Como indica R. Collins, y esto es algo decisivo a la hora de interpretar estos textos, la perspectiva de las crónicas asturianas «es la de su propio tiempo, y nos dice más sobre las percepciones del siglo IX que sobre las realidades del VIII» (1991, 129).

Inicio de la versión Rotense de la Crónica de Alfonso III.
h. 900 (178r - RAH)
Efectivamente, las crónicas asturianas no pueden considerarse una fuente del todo fiable sobre la conquista árabe del 711 y la posterior rebelión asturiana unos años después. Y es que, si acudimos a estas crónicas, observamos cómo el pasado cobra vida desde la perspectiva de un reino ya asentado y consolidado en el noroeste peninsular dos siglos después, tiempo suficiente como para modificar la realidad pasada y los propósitos reales de sus protagonistas. Al respecto, Eduardo Manzano escribe que los cronistas alfonsinos «no pudieron evitar, sin embargo, caer en contradicciones e inconsistencias que demuestran hasta qué punto estaban utilizando una narración histórica cogida con alfileres como elemento para apoyar su programa político» (2010, 109).

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Hecho brevemente el repaso a las fuentes literarias, narremos ahora los inicios de la conquista musulmana hasta la rebelión de Pelayo en Asturias. De entrada, puede afirmarse que el reino visigodo se encontraba en situación de guerra civil tras la muerte del rey Witiza en el 710: un tal Rodrigo (gobernador de la provincia Bética según crónicas latinas y árabes) habría usurpado el trono desplazando a los hijos del difunto monarca. Solicitando la ayuda del gobernador árabe del norte de África, Mūsà ibn Nuṣayr, los hijos de Witiza introdujeron un agente nuevo en el conflicto peninsular que habría de trastornar aún más la situación ya de por sí confusa que atravesaba el reino visigodo. Más allá de aspectos legendarios de sobra conocidos (como la muy improbable traición de un conde ceutí llamado Julián), el gobernador árabe habría enviado en apoyo de los hijos de Witiza a un jefe bereber llamado Ṭāriq ibn Ziyād, que, a finales del 711, venció a Rodrigo en la batalla de Guadalete (Traductinis promontorios, según la Crónica de 754), localización aún muy discutida que podría hacer referencia a una serie de enfrentamientos en torno a la zona de la bahía de Algeciras (al-Ŷazīra al-Jaḍraʼ, la Isla Verde, según indican las fuentes árabes); en cualquier caso, el encontronazo no habría bastado por sí mismo para acabar por completo con el reino visigodo (J. ARCE: 2017, 289). Las columnas provenientes de África habrían penetrado en la península Ibérica haciendo uso de las calzadas romanas y adueñándose, en primer lugar, de las urbes principales donde residían los obispos y en quienes recaía la organización administrativa del reino visigodo (precisamente de la colaboración entre obispos y conquistadores emergerían numerosos acuerdos para facilitar el control de las ciudades). Las zonas rurales y espacios de acceso complicado sirvieron de refugio a determinadas aristocracias que pudieron, por ello mismo, protagonizar una resistencia más efectiva aunque dispersa. Pelayo habría sido uno de estos nobles (más bien caudillo local, y no aristócrata visigodo) que, por casusas exactas no conocidas, chocó con la progresiva institucionalización del nuevo orden árabe en la península Ibérica.

Itinerarios aproximados seguidos por los contingentes árabes y bereberes que liquidaron el reino visigodo desde 711.

Un aspecto fundamental a la hora de entender la conquista musulmana de la península Ibérica atañe a la forma en que se materializó el dominio por parte de los recién llegados. En ocasiones los indígenas pactaron con los conquistadores, otras veces resistían por motivos diversos. Constatado sin apenas dudas el hecho de conquista violenta (la captura de botín, uno de los motivos principales de los conquistadores, no puede ir ligada nunca a un término contradictorio en sí como el de conquista pacífica), sin embargo, los musulmanes favorecieron no pocas veces los acuerdos con los vencidos, algo que les permitiría avanzar con mayor celeridad en el sometimiento del territorio. Estos pactos o capitulaciones (ṣulḥ o ʽahd) conformaron los cimientos de la ḏimma, marco legal por el cual los musulmanes otorgaban protección a los no musulmanes (nunca, en cualquier caso, bajo términos de igualdad jurídica). En base a una conocida aleya coránica (9;29) los musulmanes debían combatir a quienes se les opusiera «hasta que, humillados, paguen el tributo directamente», es decir, la ŷizya, un impuesto de capitación por el que cristianos y judíos mantendrían ciertas tradiciones, conservando sus bienes y religión. El caso más conocido de este tipo de acuerdos es el de Teodomiro (Tudmīr), conde visigodo de Murcia que, tras una resistencia inicial se avino a pactar con los conquistadores en el año 713 conservando su autoridad en el territorio a cambio de pagar tributos en moneda y especie, y de no atentar en contra de los musulmanes (A. GARCÍA SANJUÁN: 2013, 407).

Llegados  este punto, ¿dónde quedaría la actuación de Pelayo en toda esta crisis que liquidó el reino visigodo? Por un lado, las crónicas asturianas resaltan por lo contradictorio de sus versiones: ad Sebastianum narra la huida de algunos nobles visigodos al norte de la península tras la derrota del rey Rodrigo; entre ellos estaría Pelayo, a quien la crónica menciona como hijo del duque Favila, y que según la versión Rotense sería en realidad espatario de Witiza y Rodrigo. Por otro lado, la Crónica de Alfonso III presenta a Pelayo directamente en territorio asturiano tras su expulsión de Toledo por el rey Witiza. Parece más verídico que Pelayo se encontrara ya en Asturias cuando se inició la conquista de la península por parte de los ejércitos árabes y bereberes. De ahí que no resultara extraño su intento de alcanzar algún tipo de acuerdo con Munuza, gobernante árabe (prepositus caldeorum) a cuyo cargo quedó la guarnición establecida en Gijón.

Si Pelayo fue el responsable de su entorno inmediato, un caudillo local que velaba por el interés de su territorio y de sus gentes, su situación podría contemplarse perfectamente a la luz de lo que estaba ocurriendo en otros lugares de la península, donde, como hemos señalado, algunos aristócratas visigodos llegaban a acuerdos con los recién llegados a cambio de conservar su control territorial. Aún siendo esto así, desconocemos las causas que finalmente llevarían a la rebelión contra Munuza. Sólo la versión Rotense explica lo que pudo ocurrir: el gobernador árabe se habría enamorado de la hermana de Pelayo, por lo que Munuza habría decidido alejar al caudillo del lugar, enviándolo a Córdoba «con el pretexto de una comisión». La ausencia de Pelayo favoreció la unión entre Munuza y su hermana, lo que provocaría la ira del caudillo en su regreso al norte. Este episodio, sin duda, parece construido sobre evidentes tintes novelescos, por lo que quizá sería más sensato recurrir a la influencia de aspectos relacionados con determinados acuerdos firmados con antelación: condiciones de sometimiento, pagos de tributo, concesiones, etc., que finalmente erosionaran un probable intento de pacto entre Pelayo y Munuza. Sea lo que fuera, y ante la posible orden de captura de Pelayo, éste se habría visto obligado a refugiarse en las montañas del interior, auténtico laberinto de valles y desfiladeros muy propicio para cualquier tipo de resistencia prolongada.

A partir de aquí, crónicas latinas y árabes parecen coincidir en lo esencial. Narra la versión Rotense que, tras una asamblea popular en la comarca, los seguidores de Pelayo le eligieron cabecilla de la rebelión contra los conquistadores. La expedición de castigo contra Pelayo fue comandada por un tal Alkama. Las crónicas asturianas describen el lugar donde se dio el enfrentamiento entre Pelayo y Alkama como la coba dominica, según la versión Rotense, o coua Sancte Marie, según la versión ad Sebastianum. Ambas sitúan el refugio pelagiano in monte Aseuua, desde donde harían frente a las fuerzas de Alkama. ¿Pero en qué fecha? Ambas crónicas concuerdan en que la muerte de Pelayo aconteció en el 737; si tenemos en cuenta que su reinado duró, según la versión Rotense, diecinueve años, la victoria en Covadonga (que habría supuesto el inicio de su reinado) debería situarse en el 718, cuatro años antes de la fecha tradicional propuesta por C. Sánchez Albornoz.

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Para magnificar la rebelión pelagiana, las crónicas asturianas se apoyaron en evidentes referencias a los textos bíblicos y de la Antigüedad clásica. Además de su acentuado providencialismo o el empleo de términos veterotestamentarios para referirse a los musulmanes (como el de caldeos), se introducen datos como el de la imposible cifra de más de ciento ochenta mil musulmanes atacando la coba dominica, cifra que, como indica A. García Sanjuán, «está tomada de forma casi literal del pasaje del Antiguo Testamento en el que se narra el ataque sobre Jerusalén del rey asirio Senaquerib» (2013, 410). De igual manera, en las posteriores crónicas medievales el enfrentamiento de Pelayo con los conquistadores seguirá siendo exagerado hasta puntos inimaginables: hechos maravillosos e intervención de la divinidad constituirán algunas de las invenciones sobre los que la historiografía medieval construirá su relato magnificando la escaramuza. Claro está que el propósito perseguido por los cronistas posteriores resulta evidente: se trata de reforzar, como dice Amancio Isla, «la enormidad de la victoria» (X. M. NUÑEZ SEIXAS: 2018, 119).

Por otra parte, estas crónicas asturianas despliegan un contenido ideológico que, desde la realidad histórica de comienzos del siglo X, reinando Alfonso III, pretende relacionar la rebelión de Pelayo con un proyecto político que busca restaurar el ordo gothorum. Este neogoticismo del monarca asturiano (influido por los hispanos venidos del sur peninsular y con precedentes en la corte de Alfonso II) nada tendría que ver con las intenciones de Pelayo y sus seguidores, quienes, de ningún modo dieron arranque a un proyecto colectivo y centenario por el cual se pretendía, desde aquel mismo año de 718, reconquistar la península Ibérica en su totalidad para restituir el orden visigodo. La versión ad Sebastianum manipula adrede las intenciones del caudillo asturiano, y retrospectivamente, trata de legitimar el nacimiento de una monarquía entroncada directamente con los visigodos (por el contrario, a esta restitución monárquica sí aspiraron en plena refriega otros nobles como Agila o Ardo: el primero llegó a acuñar moneda proclamándose rey, y su reinado, según un latérculo escrito en el 828 en el noreste peninsular, abarcó entre los años 710 y 713; Ardo, por su parte, reinaría otros siete años más después de Agila). Como indican J. Álvarez Junco y G. De la Fuente (2017: 16 ss), en una «idealización de la situación política anterior al 711» el «mito goticista» y la «protección providencial» serían los ejes articuladores en la legitimación política del reino asturiano.

En relación con todo ello, Eduardo Manzano confirma que carecería de sentido «buscar en el periodo posterior a la conquista supuestas inmanencias culturales o, peor aún, raciales, que demostrarían la continuidad de una eterna nación española, como durante mucho tiempo ha venido pretendiendo la historiografía más reaccionaria de nuestro país» (2006, 129). Y ya para finalizar, Roger Collins, por su parte, asegura que nada indica que Pelayo o «cualquiera de su sucesores inmediatos se considerasen como los reanimadores del reino visigodo de Hispania, o siquiera que estuviesen iniciando un proceso que debía conducir a ello. Los objetivos reales de Pelayo son totalmente oscuros para nosotros. La Crónica de Albelda habla del nacimiento del reino de Asturias y ve eso como resultado de la victoria sobre "Alkama", pero esta es una visión retrospectiva. Esto es lo que ocurrió en la perspectiva de un siglo más tarde, no lo que los participantes querían lograr» (1991, 133; 2013, 122-123).

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Bibliografía

—ÁLVAREZ JUNCO, J. y DE LA FUENTE MONGE, G. (2017) El relato nacional. Historia de la historia de España.
—ARCE, J. (2017) Esperando a los árabes. Los visigodos en Hispania (507-711).
—COLLINS, R. (1991) La conquista árabe, 710-797.
—(2012) Califas y reyes. España, 796-1031.
—CORTÉS, J. (2005) El Corán.
—GARCÍA SANJUÁN, A. (2013) La conquista islámica de la península Ibérica y la tergiversación del pasado.
—(2016) «La persistencia del discurso nacionalcatólico sobre el Medievo peninsular en la historiografía española actual», Historiografías, 12.
—GIL FERNÁNDEZ, J. et. al (1985) Crónicas asturianas.
—LÓPEZ PEREIRA, J. E. (2009) Continuatio isidoriana hispana. Crónica mozárabe de 754.
—MANZANO, E. (2006) Conquistadores, emires y califas. Los omeyas y la formación de al-Ándalus.
—(2010) Épocas medievales, Historia de España, vol. 2, dir. FONTANA, J., Y VILLARES, R.
—NÚÑEZ SEIXAS, X. M. coord. (2018) Historia mundial de España.

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